La amígdala y la mente criminal

La amígdala y la mente criminal: El pequeño órgano que puede inclinar la balanza entre la ley y el delito

¿Todo se bota? cultura descarte emocional

Por Rut Laybelis Encarnacion Genao, Psicóloga Clínica,
MA en Psicología Criminal con especialidad en Psicología Forense

Cuando escuchamos la palabra amígdala, muchos piensan en las amígdalas de la garganta. Sin embargo, en el cerebro tenemos dos pequeñas estructuras con el mismo nombre, con forma de almendra, que pueden jugar un papel crucial en cómo sentimos, reaccionamos y, en algunos casos, cómo decidimos infringir la ley.

Ubicadas en lo profundo del sistema límbico, las amígdalas cerebrales participan activamente en el procesamiento de emociones como el miedo, la ira y la empatía. En las últimas décadas, la neurociencia y la criminología han encontrado vínculos inquietantes entre su funcionamiento y ciertos comportamientos criminales, especialmente aquellos relacionados con la violencia y la falta de remordimiento.

El centro emocional del cerebro

La amígdala funciona como una especie de alarma emocional. Cuando detecta una amenaza, activas respuestas de supervivencia: aumento del ritmo cardíaco, liberación de adrenalina, preparación para luchar o huir. También ayuda a asociar experiencias con consecuencias emocionales, de manera que aprendemos qué situaciones evitar y cuáles repetir.

En condiciones normales, la amígdala trabaja en conjunto con la corteza prefrontal, la parte racional del cerebro, para evaluar riesgos y frenar impulsos. Sin embargo, cuando este equilibrio se rompe —ya sea por lesiones, traumas, genética o alteraciones en el desarrollo— el resultado puede ser una respuesta emocional descontrolada o, en el otro extremo, una frialdad emocional extrema.

Psicopatía y frialdad emocional

Uno de los hallazgos más consistentes en la investigación es que las personas con rasgos psicopáticos suelen presentar una amígdala más pequeña o menos activa. Según estudios de James Blair (2008) y Kent Kiehl (2014), esta reducción de actividad impide que experimenten emociones como el miedo o la culpa de la misma manera que la mayoría.

Esto explica por qué algunos criminales con perfiles psicopáticos pueden realizar actos violentos sin mostrar remordimiento o empatía hacia sus víctimas. Su amígdala, al no reaccionar de forma intensa al sufrimiento ajeno, no envía la señal de “alto” que en la mayoría de las personas frena la conducta dañina.

Violencia impulsiva y amígdala hiperactiva

En el otro extremo, una amígdala hiperactiva puede llevar a respuestas agresivas inmediatas y desproporcionadas. Este tipo de agresión, conocida como agresión reactiva, se observa en personas que “explotan” ante provocaciones menores, a menudo sin medir consecuencias.

La investigación muestra que en estos casos la corteza prefrontal —encargada de regular y racionalizar las emociones— no logra frenar la avalancha de impulsos provenientes de la amígdala. Este patrón se asocia a delitos cometidos “en caliente”, como riñas, violencia doméstica o ataques repentinos.

El funcionamiento de la amígdala también puede verse alterado por experiencias traumáticas en la infancia. El Adverse Childhood Experiences Study (Felitti et al., 1998) demostró que el abuso, el abandono y la exposición a violencia en etapas tempranas pueden sensibilizar la amígdala, manteniéndola en un estado constante de alerta.

Este estado hipervigilante, si no se trata, puede generar respuestas emocionales exageradas o dificultades para confiar en los demás, aumentando la probabilidad de involucrarse en conflictos o actividades delictivas.

En psicología forense, el estudio de la amígdala ha abierto una nueva ventana para comprender mejor el comportamiento criminal. Técnicas como la resonancia magnética funcional (fMRI) permiten observar la actividad cerebral y detectar patrones atípicos.

No se trata de justificar los delitos, sino de reconocer que el comportamiento humano es el resultado de una compleja interacción entre biología, ambiente y experiencias de vida. Comprender el papel de la amígdala puede ayudar a:

  • Identificar factores de riesgo en personas con antecedentes de violencia.
  • Diseñar programas de rehabilitación que incluyan entrenamiento en regulación emocional.
  • Apoyar investigaciones judiciales en casos donde haya evidencia de daño cerebral.

La relación entre la amígdala y la mente criminal plantea preguntas éticas y legales. ¿Hasta qué punto un daño o alteración cerebral disminuye la responsabilidad penal? ¿Podría una imagen cerebral ser usada como prueba para atenuar una condena?

En algunos países ya se han presentado casos donde la neuroimagen ha influido en la sentencia. Sin embargo, la mayoría de expertos coinciden en que, aunque el cerebro influye en nuestra conducta, no determina nuestro destino. La capacidad de decidir sigue existiendo, aunque en algunos casos esté más comprometida.

Más allá del cerebro: prevención y educación

Si bien la neurociencia aporta información valiosa, reducir la criminalidad requiere un enfoque integral. La prevención debe incluir:

  • Atención temprana a traumas infantiles.
  • Educación en habilidades socioemocionales.
  • Intervención psicológica en poblaciones de riesgo.

Con una combinación de ciencia, políticas públicas y programas de apoyo, es posible disminuir la influencia de estos factores cerebrales en conductas delictivas.

La amígdala, a pesar de su pequeño tamaño, puede influir enormemente en cómo respondemos a las emociones y, en casos extremos, en nuestra relación con la ley. Comprender su funcionamiento no convierte a nadie en criminal, pero sí nos ayuda a entender por qué algunas personas cruzan la línea y otras no, incluso en circunstancias similares.

En palabras de Adrian Raine, pionero en neurocriminología: El cerebro no es una excusa, pero sí es una explicación”. Y es en esa explicación donde encontramos claves para construir una sociedad más segura y más consciente de la compleja relación entre biología y conducta.

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