Por Brita Feliz
Cada amanecer en Santo Domingo tiene dos caras. Una es la que conocemos: el bullicio imparable, el río de acero y humo de miles de vehales que inunda las avenidas, la prisa de una ciudad que se despereza hacia el progreso. La otra yace quieta, casi invisible para quien no quiere ver, en las aceras, los parques y los umbrales de los comercios. Es la cara de aquellos para quienes la ciudad no es un hogar, sino un frío y duro refugio.
Mi trayecto matutino por la avenida Duarte es un recordatorio diario de esta fractura. Mientras el semáforo se pone en rojo, la mirada se escapa hacia la figura envuelta en cartones bajo un puente, o la silueta solitaria de un anciano que hace de un banco de cemento su cama. No son espectros; son hombres, mujeres, ancianos. Sus nombres se han perdido en el anonimato, pero su presencia es una herida abierta en el corazón de nuestra capital.
Lo más desgarrador no es solo la falta de un techo. Es la sistemática erosión de la dignidad. He leído y visto cómo en otras naciones, incluso con lo complejo que es el problema, existen redes de albergues que ofrecen una cama, una comida caliente, un respiro. Aquí, sin embargo, la indiferencia parece ser la política de estado predominante. La falta de voluntad política no es una frase abstracta; tiene el rostro concreto de una persona durmiendo a la intemperie, noche tras noche, bajo la indiferencia de nuestros gobernantes.
Detrás de cada uno de estos seres hay una historia de desarraigo. Muchos arrastran pesadas cadenas: problemas de salud mental no atendidos, adicciones que los consumen, crisis familiares o económicas que los dejaron a la deriva. No son «pobrecitos» para compadecerlos desde la comodidad de nuestro auto. Son el síntoma más crudo de una sociedad que ha fallado en construir redes de contención sólidas. Les hemos dado la espalda, confinándolos a una miseria de la que es casi imposible salir sin una mano tendida.
Nos hemos acostumbrado a esquivar sus miradas, a acelerar el paso, a normalizar lo que nunca debería ser normal. Hemos convertido su desgracia en parte del paisaje urbano, como un árbol o una farola. Y en ese proceso, nos hemos deshumanizado nosotros también.
Urge, por tanto, un cambio de mirada. Dejar de verlos como un «problema» y empezar a verlos como personas. La solución no es solo construir albergues—que es una necesidad perentoria—sino tejer una red de atención integral que aborde la salud, la rehabilitación y la reinserción. Requiere voluntad, sí, pero también una dosis de empatía colectiva que nos haga entender que la distancia entre su suerte y la nuestra es a veces más fina de lo que creemos.
La próxima vez que pases por la Duarte, no mires hacia otro lado. Deja que esa imagen te interpele. Porque una ciudad no se mide por la altura de sus edificios, sino por cómo trata a los que no tienen donde caerse muertos. Y en esa prueba, Santo Domingo, con toda su vitalidad y su ritmo, está suspendida. Es hora de que, como sociedad, decidamos cruzar la calle de la indiferencia y tender, por fin, una mano.