Por José Alberto Selmo Jiménez
Psicólogo clínico
En nuestro país, hablar de la figura física va más allá de lo superficial. Desde la infancia, se nos inculca a veces con gestos, a veces con críticas directas que lucir “bien” es casi indispensable. Y no se limita a la satisfacción personal, sino a cumplir con un patrón externo: piel más clara, silueta más delgada, cabello más liso, perfección total.
En nuestra sociedad, la apariencia física a menudo se convierte en una carta de presentación: si “te ves bien”, recibes un mejor trato. Si no cumples con ciertos cánones, te critican, te marginan o incluso te ridiculizan. Esta presión estética es sutil, pero persistente. Se manifiesta en los comentarios familiares, en los programas de televisión, en las redes sociales, en las bromas que “no son serias”.
Uno de los temas más delicados en nuestra cultura es el colorismo: la creencia, transmitida y reforzada por generaciones, de que el valor social aumenta con la claridad del tono de piel. No hay que buscar mucho para darse cuenta: basta con ver la publicidad, los concursos de belleza o el tipo de piel que predomina entre las celebridades locales. A esto se suma la gordofobia, el rechazo o la burla hacia las personas con sobrepeso. Aquí, se nos ha enseñado que “ser delgado” es sinónimo de éxito, salud, autoestima y disciplina, mientras que un cuerpo grande se considera un descuido, una negligencia o incluso una falta moral.
Lo preocupante es que estas ideas no solo están presentes en la televisión o en Instagram, sino que se interiorizan. Influyen en cómo nos vemos en el espejo, cómo nos vestimos, cómo nos relacionamos, cómo amamos y cómo nos permitimos ser vistos. La autoestima, esa valoración personal que construimos internamente, se vuelve rehén de las opiniones ajenas. Si no encajo, no valgo. Si no tiene gusto, no importa. Y ese mensaje duele.
Desde la psicología, sabemos que la autoestima no se desarrolla en el vacío. Se forma en relación con los demás, sobre todo en los primeros años de vida. Y cuando el entorno está lleno de exigencias estéticas, estereotipos raciales y burlas aceptadas, lo que se genera es una sensación constante de insuficiencia. “Mi cuerpo no es suficiente”, “mi piel no es la adecuada”, “debería verme diferente”.
Las redes sociales han intensificado esta presión. Los filtros, las cirugías, las comparaciones constantes han creado una especie de competencia silenciosa por la mejor apariencia. Y aunque cada quien tiene derecho a transformar su cuerpo si así lo decide, el problema surge cuando ese deseo proviene del rechazo y no del amor propio.
Sin embargo, se vislumbran aires nuevos. Un número creciente de individuos alzan sus voces para hacer patentes estas cicatrices culturales. Desde líderes de opinión hasta psicólogos, pasando por artistas y profesionales de la comunicación, todos coincidimos en la urgencia de descolonizar los cánones de belleza, diversificar los modelos a seguir y reivindicar cada cuerpo, cada tez, cada cabello. Porque la pluralidad no tendría que ser algo inusual, sino lo habitual.
Apreciar el cuerpo que tenemos no es un tema de ego, sino una declaración de principios. Es asumirse como valioso sin peros. Es negarse a mendigar permiso para ser como somos. Y, en un entorno como el nuestro, eso exige valentía.
Es el momento de dejar de mirarnos tanto al espejo. De cuestionarnos cuantas veces nos hemos valorado con criterios ajenos. De curar esa crítica interna que nos atormenta. Y, sobre todo, de comprender que el mérito de alguien jamás debería depender de su peso, su color de piel o su silueta.
La auténtica hermosura nace cuando dejamos de medirnos con los demás y empezamos a valorarnos. Porque la confianza en uno mismo no puede crecer en un ambiente de reproches. Pero sí se fortalece con respeto, benevolencia y cariño hacia nosotros mismos.