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El imperio de los idiotas

La política, las redes y los medios han convertido la estupidez en estrategia y el cinismo en virtud pública.
De los parlamentos a los timelines, la lógica del ruido y la inmediatez ha desplazado al pensamiento crítico. El éxito del imbécil ya no es un accidente: es un síntoma de época.

Por Leonardo Gil
Consultor comunicación política y de Gobierno

Vivimos una época en la que el éxito ha dejado de ser el resultado del mérito y la inteligencia, para convertirse en el premio de la banalidad exhibida. En esta “era de los imbéciles triunfadores”, como podría titularse el nuevo capítulo del Manual del imbécil de Frédéric Schiffter, la imbecilidad no solo ha dejado de ser un defecto: se ha transformado en un modelo de vida, en una aspiración social, en una marca personal.

Las redes sociales se convirtieron en el coliseo donde los idiotas se coronan emperadores. Ya no se premia la profundidad, sino la visibilidad. El pensamiento complejo incomoda; la simplicidad agresiva seduce. El grito reemplazó al argumento. El que duda es débil; el que repite consignas, líder. Hemos pasado del pienso, luego existo al me exhibo, luego triunfo.

Los imbéciles de esta era no son aquellos ingenuos sin malicia que definía la filosofía clásica, sino los que han hecho del ruido un método y de la ignorancia una estrategia. Son los políticos que confunden comunicación con propaganda, los influencers que venden humo disfrazado de autenticidad, los empresarios del vacío que monetizan el algoritmo de la estupidez colectiva.

El gran triunfo del imbécil moderno es su capacidad para convertir su falta de sentido en espectáculo rentable. No necesita entender nada, solo parecer que lo entiende todo. Y mientras más seguro suene su disparate, más seguidores gana. Su reino es la apariencia; su bandera, el cinismo.

Esta epidemia no es casual: es el reflejo de una sociedad cansada de pensar. El ruido constante, la sobreinformación y el vértigo digital nos han vuelto incapaces de distinguir entre conocimiento y contenido. Preferimos al tonto convincente antes que al sabio dubitativo. La cultura del like ha reemplazado al juicio crítico; la educación emocional ha sido sustituida por el marketing de la autoayuda.

Sin embargo, lo más alarmante no es que existan imbéciles triunfadores, sino que los aplaudamos. Que confundamos popularidad con valor, y que nos dejemos guiar por quienes nunca han aprendido a dudar. En el fondo, el imbécil triunfa porque el público se lo permite: porque su triunfo refleja nuestra propia pereza intelectual.

Decía Schiffter que “el imbécil es aquel que cree que su opinión tiene el mismo valor que un pensamiento”. Hoy, esa definición es una radiografía social. Vivimos rodeados de opinadores que no leen, de expertos que no estudian y de líderes que no escuchan. Y mientras más evidente su vacío, más feroz su confianza.

Quizás haya llegado el momento de resistir la dictadura del imbécil con algo tan simple como pensar. Volver a leer, a callar, a observar. Recuperar el silencio como acto de inteligencia. Porque mientras sigamos premiando la ignorancia ruidosa, seguiremos fabricando triunfadores que no saben por qué ganan ni qué hacer con su victoria.

¿Será que esta era de imbéciles triunfadores solo acabará cuando volvamos a admirar a quienes piensan más de lo que hablan?

 

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