Por José Alberto Selmo Jiménez
Psicólogo clínico
Quien viva en República Dominicana sabe que los motoristas son parte inseparable del paisaje urbano. Pero también sabe que, cada día, se arriesgan de formas que parecen incomprensibles: cruzan en rojo, zigzaguean entre carros, se montan tres en un motor sin casco, o llevan a un niño sin ninguna protección. A veces uno se pregunta: ¿realmente le importa su vida al motorista dominicano?
Desde fuera, la respuesta parece obvia: “¡claro que sí!”. Pero la conducta muestra otra cosa. Y aquí es donde la psicología ayuda a entender lo que pasa.
Primero, el sesgo de invulnerabilidad. Muchas personas creen que “a mí no me va a pasar nada”. Es un mecanismo mental que nos hace sentir especiales frente al riesgo, aunque las estadísticas de accidentes digan lo contrario.
Segundo, la normalización del peligro. Cuando todo el mundo en tu entorno maneja igual, lo riesgoso se vuelve rutina. El motorista crece viendo a otros transitar sin casco, y con el tiempo esa imprudencia se percibe como algo normal, casi cultural.
Tercero, la presión del día a día. Para muchos, la motocicleta es el medio de trabajo y sustento. El apuro por llegar primero, por hacer más viajes, por “resolver” en el momento, empuja a asumir riesgos que ponen la vida en juego. El costo inmediato (perder un cliente, llegar tarde) pesa más que el costo futuro (un accidente, una lesión).
¿Y qué hay de los cascos? En teoría, están para proteger. En la práctica, muchos motoristas los evitan porque “dan calor”, “son incómodos” o, peor aún, los usan en el codo como si fueran adorno. Aquí entra otra variable: la falta de conciencia preventiva. El casco no se percibe como salvavidas, sino como molestia.
Entonces, ¿les importa su vida? La respuesta es compleja. En lo individual, probablemente sí. Nadie quiere morir en la carretera. Pero en la práctica, la combinación de sesgos psicológicos, necesidad económica, cultura de la imprudencia y falta de control estatal produce comportamientos que hacen parecer lo contrario.
El problema es que la vida que está en juego no es solo la del motorista: también la de quienes comparten la vía con él. Y ahí es donde la reflexión se vuelve urgente. Porque no podemos seguir naturalizando una realidad que se lleva miles de vidas cada año.
La pregunta final, entonces, debería ser otra: ¿cuándo empezará a importarnos lo suficiente como sociedad para exigir, enseñar y cambiar esta forma de vivir y morir sobre dos ruedas?
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